DE LA ACEITUNA AL ACEITE
De la uva sale el
vino,
de la aceituna el
aceite
y de mi corazón sale ¡ay!
cariño para quererte
(Canción
popular)
Transcurría el mes
de enero. El sol brillaba en aquella mañana de invierno, aunque no calentaba
con la misma intensidad.
Felipe y Carmela,
vestidos de faena, se afanaban en coger las aceitunas de sus olivos. Era un
olivar poco rentable porque muchos de los árboles estaban al borde de los
bancales que constituían la finca, por eso seguramente había estado abandonada
durante más de veinte años. Ellos con paciencia y trabajo habían logrado
recuperar aquellos olivos centenarios y cada año recogían algunos kilos más de
aceitunas.
El sistema consistía
en recoger a mano las que se habían caído al suelo y después poner una malla
para recoger las “del vuelo”, como decían los paisanos. Las iban metiendo en
sacos que no fueran demasiado pesados para poder cargar con ellos. Hay que
decir que nuestros amigos ya no eran unos jovencitos.
Cuando juntaban unos
cuantos sacos, los montaban en el coche y se dirigían a la almazara para que
las molieran. Iban haciendo viajes durante toda la temporada para que las
aceitunas no se pudrieran en los sacos.
Llegaron al patio
del molino donde se recogían las aceitunas. Del saco las aceitunas caían, a
través de una rejilla en el suelo, a una
plataforma de metal donde se pesaban. El peso aparecía en un contador digital
que había en la oficina. Una mujer joven se encargaba de apuntarlo y entregaba
al propietario un papel con el peso de esa partida.
Así ocurrió también
en esta ocasión. Salieron del recinto en coche y volvieron a su casa. Al ver el
papel se dieron cuenta de que la cantidad que allí ponía era imposible que
coincidiera con el peso de las aceitunas que habían llevado.
Y ahí empezaron las
dudas. Que si vamos a decirlo a la almazara…que si la chica se habrá confundido
y si lo decimos se la va a cargar… que comparado con los miles de kilos de
aceitunas que se muelen en la temporada, esta pequeña cantidad no va a suponer
nada, ni se enterarán…
Total que cuando les
llamaron para recoger el aceite, un tanto por ciento de lo que habían pesado
sus aceitunas, fueron a la almazara, preguntaron por el dueño y no estaba. No
quisieron decírselo al empleado que atendía.
Volvieron a su casa
con el aceite y dejaron de hablar del asunto.
Pero Carmela no se
lo podía quitar de la cabeza. Había recibido una educación muy estricta en
cuanto a la honestidad y la responsabilidad se refiere, valores que tenía
integrados profundamente.
Después de algunos
días de diálogo interno, llegó a la conclusión de que unos cuantos litros de
aceite no merecían alterar su tranquilidad de espíritu. Habló con su marido, que estuvo de acuerdo en
que fuera ella quien gestionara la resolución del conflicto.
No era fácil
enfrentar la situación ante el dueño de la almazara. Pensó llamarle y pedir una
cita con él para hablarlo tranquilamente cara a cara.
La conversación
merece ser transcrita:
-
Sí…!
-
…Ho, ho,
hola, buenos días, ¿es usted el dueño de la almazara Mesel?
-
Sí, soy
yo dígame.
-
Me
gustaría hablar con usted personalmente. Es un asunto un poco delicado… ¿Cuándo
podríamos quedar?
-
Pero ¿de
qué se trata? Dígame qué quiere usted!
-
Verá,
nosotros hemos llevado nuestras aceitunas a su molino y creemos que ha habido
un error en el peso.
-
¿Un
error? Y ¿cómo lo sabe usted? ¿qué pruebas tiene? (en tono bastante enfadado)
-
Bueno,
tengo el justificante del peso…
-
Exactamente!
Esa es la prueba de que todo está correcto.
-
Bueno,
es que creemos que nos han pesado más de lo llevábamos…Quizá la máquina…la
chica…
-
¡Pero
quien es usted! ¿Está reclamando que la hemos dado de más?
-
Sí, sí,
eso mismo.
-
Señora,
es la primera vez en mi vida que alguien me plantea una cosa así. Reclamaciones
al contrario recibimos algunas, pero como ésta, jamás. Me gustaría conocerla,
señora. Y ¡no se preocupe por el aceite de más, eso no tiene ninguna
importancia! Quédese tranquila, mujer.
-
¡Ah,
muchas gracias, señor! Algún día iré a verle, se lo prometo.
-
Un
saludo y gracias por ser así.
-
Gracias,
adiós.
Y de esta manera, Carmela y Felipe se
quedaron con la conciencia tranquila y con el aceite, regalo de la casa Mesel.
Así pudieron repartirlo entre sus hijos; contando cada vez divertidos la
anécdota del aceite y las aceitunas.