sábado, 22 de febrero de 2014

¿DILEMA TECNOLÓGICO?





            La cosa está así: las nuevas tecnologías conforman un medio de relación que nos aisla físicamente del entorno y nos obliga a una constante actualización, a una búsqueda de “lo nuevo”, “lo interesante”, lo “divertido” que hay en ese afuera virtual y cada día más lejano de nuestra realidad cotidiana. Nos moldean en contra de nuestra esencia como seres humanos. Cuando nos sumergimos en el universo de los gadgets nadie nos mira a los ojos y eso nos debería producir, cuanto menos, desasosiego. Nuestras relaciones están cada día más mediatizadas por las máquinas, y, aunque finjamos lo contrario, somos bien conscientes de ello y pagamos el precio doblemente: con nuestro tiempo de trabajo primero —salario a cambio de consumo— y con nuestro tiempo libre después, sometidos al ritual de la acumulación de datos y de la construcción de identidad.

            Si el asunto ya se complicó con la llegada de los móviles y de los ordenadores hace unos años, la reciente invasión de nuevos artilugios ha terminado de agravarlo. El teléfono móvil, del que ya casi nadie se separa ni un momento, parece sin embargo un inofensivo juguete al lado de sus ultramodernos descendientes. Estos nuevos aparatos no sólo requieren atención constante —modificando así nuestros hábitos—, sino que alteran, en muchas ocasiones, nuestra manera de ser y de comportarnos. Mediante la publicidad, las empresas manipulan nuestros deseos y determinan nuestras necesidades para hacernos seres inseguros y dependientes de lo que nos venden. Estas máquinas y también las infraestructuras con que operan están controladas por multinacionales; si queremos usarlas tenemos que consumir sus productos y su tecnología. Y es preocupante que hoy, cuando muchas sociedades se ven sacudidas por movimientos críticos con el capitalismo, no se produzca un cuestionamiento más a fondo sobre este punto.
 
            Pero no sólo se trata de cómo afecta a nuestro pequeño mundo consumista —tan acostumbrado a mirarse el ombligo—, el problema es mucho más grave y apremiante. La explotación de recursos asociada a la fabricación de estas tecnologías provoca verdaderos dramas humanos: explotación infantil, violaciones, asesinatos, etc. En el caso del coltán, el control de las minas y de la venta a las multinacionales está estrechamente relacionado con el conflicto étnico en el este del Congo, donde se encuentra la mayor parte de los recursos mundiales de este mineral y donde, según datos de Intermon Oxfam, se contabilizan más de cinco millones de muertos desde finales de los años noventa. Por sí solo, esto ya debería hacernos reaccionar, sin embargo no lo hacemos; nos hemos vuelto tan cómodos y dependientes que apenas nos cuestionamos las cosas. No es casual que los productos de última generación se oferten a precios asequibles para la mayor parte de la ciudadanía primermundista, que la mercadotecnia invite e incite a disponer de varios de estos aparatos, que la nueva identidad virtual pase por la presencia en un cada día mayor número de espacios de relación colmados de publicidad y ganchos comerciales. Somos igualmente materia prima, el último eslabón de una cadena cuya finalidad no es mejorar nuestra calidad de vida, ni fomentar las relaciones humanas, ni liberarnos de la carga del trabajo, sino única y exclusivamente ganar dinero. Cumplimos los deseos de las grandes compañías sometiendo nuestras vidas a sus dictados y practicando un consumo irreflexivo cuando no directamente cómplice con la violencia y la injusticia.
 
            La tecnología no es una novedad, ha estado presente en la vida de los animales humanos (y de algunos no humanos) desde tiempos remotos, pero hay que diferenciar entre aquella que ha sido ideada como herramienta al servicio del ser humano, es decir, de la colectividad, y que por su escaso impacto está en equilibrio con el entorno, y ese otro tipo diseñado (el verbo no es casual) para lucrar a una minoría a costa del expolio, la tiranización de países enteros y la destrucción del medio ambiente. Una implica poder y respeto a todos los seres vivos; la otra, que éstos se subyuguen a las necesidades de quienes detentan el poder. Hay personas que quizás no han llegado a este planteamiento, que no sepan o no quieran dedicar ni un minuto de su tiempo a reflexionar de forma crítica, pero la mayoría sí lo hemos hecho en mayor o menor medida. Por más que cerremos los ojos, no perdemos la capacidad de ver, ni tampoco de analizar, de discernir y de elegir. Sabemos que vivir sin iphone, sin ordenador portátil o sin navegador GPS no es tan difícil como quieren hacernos creer, pues tenemos recuerdos y experiencias bien nítidos de aquellos tiempos. Incluso nos permitimos, a veces, rememorarlo con nostalgia y lamentar que las nuevas generaciones no disfruten de la sencillez, la autenticidad y la salud de un entorno libre de máquinas y realidades virtuales. Pero nos dura bien poco esa clarividencia. Incomodados, preferimos colocar la respuesta antes de la pregunta y escudarnos en el argumento de que así son los tiempos, de que no podemos vivir anclados en el pasado, de que el progreso y la modernidad son imparables, y de que nuestra renuncia no cambiaría el estado de las cosas. La sociedad no va a prescindir de la comodidad que le brindan las nuevas tecnologías, incluso a sabiendas de los cadáveres que alfombran el camino, y nosotros, en tanto que individualidades, tampoco. El argumento de que supondría complicarnos la vida, ponernos todavía más obstáculos y remar a contracorriente ha calado bien hondo. Y también ese que intenta comparar la era de las nuevas tecnologías con aquella otra en que llegaron el teléfono, el televisor y el coche, como si fueran acontecimientos inevitables del progreso, como si viviéramos una suerte de determinismo tecnológico en el que la imposición de los intereses empresariales y la obediencia sumisa de los pueblos no jugaran papel alguno, o, peor aún, como si el paso de la incitación consumista, más o menos disfrazada por el envoltorio publicitario, a la colonización de lo íntimo y a la criminalización de la privacidad no supusiera un salto cualitativo en la estrategia de control social, comercial y político; al fin y al cabo, si ya hemos asumido la necesidad del coche y del petróleo, ¿qué más da tragar ahora con facebook, con whatsapp o con cualquier otra cosa que nos echen?
 
            Las nuevas tecnologías no son inocuas y su pretendida utilidad no es sino expresión de la comodidad y la falta de criterio de una sociedad servil y adocenada; son algunas de las nuevas herramientas al servicio de la dominación y de la colonización empresarial. Podemos desviar la mirada, pero eso no lo hará menos cierto; podemos murmurar con la boca pequeña que las cosas son así y no hay nada que hacer, pero no nos salvará; podemos enmarañarnos en justificaciones y en soluciones teóricas, pero eso no va a librarnos, aquí y ahora, de enfrentar la pregunta decisiva: ¿hemos asumido ya sin resistencia ni escrúpulo el coste humano que genera el consumo de esta tecnología o vamos a actuar en consecuencia y hacer los cambios necesarios para acabar —o al menos reducir al mínimo imprescindible— nuestra complicidad? Porque la cuestión, en definitiva, no es sólo si queremos adquirir los gadgets, sino, además, si estamos dispuestas a asimilar el estilo de vida que nos imponen, a olvidar la sencillez y la espontaneidad, a permitir que colonicen nuestra intimidad, a bailar al ritmo de las empresas, a dejar que su publicidad manipule nuestros deseos, a seguir colaborando con el genocidio y a pagar el correspondiente precio. O, por el contrario, si vamos a aportar nuestro granito de arena en la resistencia a la deshumanización, si vamos a reivindicarnos como seres libres y a defender otra manera de funcionar, otro tipo de sociedad, otro mundo.


Juako y Teresa


Candeleda,

22 de noviembre de 2013

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