La
cosa está así: las nuevas tecnologías conforman un medio de relación que nos
aisla físicamente del entorno y nos obliga a una constante actualización, a una
búsqueda de “lo nuevo”, “lo interesante”, lo “divertido” que hay en ese afuera
virtual y cada día más lejano de nuestra realidad cotidiana. Nos moldean en
contra de nuestra esencia como seres humanos. Cuando nos sumergimos en el
universo de los gadgets nadie nos mira a los ojos y eso nos debería
producir, cuanto menos, desasosiego. Nuestras relaciones están cada día más
mediatizadas por las máquinas, y, aunque finjamos lo contrario, somos bien
conscientes de ello y pagamos el precio doblemente: con nuestro tiempo de
trabajo primero —salario a cambio de
consumo— y con nuestro tiempo libre después, sometidos al ritual de la
acumulación de datos y de la construcción de identidad.
Si
el asunto ya se complicó con la llegada de los móviles y de los ordenadores
hace unos años, la reciente invasión de nuevos artilugios ha terminado de
agravarlo. El teléfono móvil, del que ya casi nadie se separa ni un momento,
parece sin embargo un inofensivo juguete al lado de sus ultramodernos
descendientes. Estos nuevos aparatos no sólo requieren atención constante —modificando así nuestros hábitos—, sino
que alteran, en muchas ocasiones, nuestra manera de ser y de comportarnos.
Mediante la publicidad, las empresas manipulan nuestros deseos y determinan
nuestras necesidades para hacernos seres inseguros y dependientes de lo que nos
venden. Estas máquinas y también las infraestructuras con que operan están
controladas por multinacionales; si queremos usarlas tenemos que consumir sus
productos y su tecnología. Y es preocupante que hoy, cuando muchas sociedades
se ven sacudidas por movimientos críticos con el capitalismo, no se produzca un
cuestionamiento más a fondo sobre este punto.
Pero
no sólo se trata de cómo afecta a nuestro pequeño mundo consumista —tan acostumbrado a mirarse el
ombligo—, el
problema es mucho más grave y apremiante. La explotación de recursos asociada a
la fabricación de estas tecnologías provoca verdaderos dramas humanos:
explotación infantil, violaciones, asesinatos, etc. En el caso del coltán, el
control de las minas y de la venta a las multinacionales está estrechamente
relacionado con el conflicto étnico en el este del Congo, donde se encuentra la mayor parte de los recursos
mundiales de este mineral y donde,
según datos de Intermon Oxfam, se contabilizan más de cinco millones de muertos
desde finales de los años noventa. Por sí solo, esto ya debería
hacernos reaccionar, sin embargo no lo hacemos; nos hemos vuelto tan cómodos y
dependientes que apenas nos cuestionamos las cosas. No es casual que los
productos de última generación se oferten a precios asequibles para la mayor
parte de la ciudadanía primermundista, que la mercadotecnia invite e incite a
disponer de varios de estos aparatos, que la nueva identidad virtual pase por
la presencia en un cada día mayor número de espacios de relación colmados de
publicidad y ganchos comerciales. Somos igualmente materia prima, el último
eslabón de una cadena cuya finalidad no es mejorar nuestra calidad de vida, ni
fomentar las relaciones humanas, ni liberarnos de la carga del trabajo, sino
única y exclusivamente ganar dinero. Cumplimos los deseos de las grandes
compañías sometiendo nuestras vidas a sus dictados y practicando un consumo
irreflexivo cuando no directamente cómplice con la violencia y la injusticia.
La
tecnología no es una novedad, ha estado presente en la vida de los animales
humanos (y de algunos no humanos) desde tiempos remotos, pero hay que
diferenciar entre aquella que ha sido ideada como herramienta al servicio del
ser humano, es decir, de la colectividad, y que por su escaso impacto está en
equilibrio con el entorno, y ese otro tipo diseñado (el verbo no es casual)
para lucrar a una minoría a costa del expolio, la tiranización de países
enteros y la destrucción del medio ambiente. Una implica poder y respeto a
todos los seres vivos; la otra, que éstos se subyuguen a las necesidades de
quienes detentan el poder. Hay personas que quizás no han llegado a este
planteamiento, que no sepan o no quieran dedicar ni un minuto de su tiempo a
reflexionar de forma crítica, pero la mayoría sí lo hemos hecho en mayor o menor
medida. Por más que cerremos los ojos, no perdemos la capacidad de ver, ni
tampoco de analizar, de discernir y de elegir. Sabemos que vivir sin iphone,
sin ordenador portátil o sin navegador GPS no es tan difícil como quieren
hacernos creer, pues tenemos recuerdos y experiencias bien nítidos de aquellos
tiempos. Incluso nos permitimos, a veces, rememorarlo con nostalgia y lamentar
que las nuevas generaciones no disfruten de la sencillez, la autenticidad y la
salud de un entorno libre de máquinas y realidades virtuales. Pero nos dura
bien poco esa clarividencia. Incomodados, preferimos colocar la respuesta antes
de la pregunta y escudarnos en el argumento de que así son los tiempos, de que
no podemos vivir anclados en el pasado, de que el progreso y la modernidad son
imparables, y de que nuestra renuncia no cambiaría el estado de las cosas. La
sociedad no va a prescindir de la comodidad que le brindan las nuevas
tecnologías, incluso a sabiendas de los cadáveres que alfombran el camino, y
nosotros, en tanto que individualidades, tampoco. El argumento de que supondría
complicarnos la vida, ponernos todavía más obstáculos y remar a contracorriente
ha calado bien hondo. Y también ese que intenta comparar la era de las nuevas
tecnologías con aquella otra en que llegaron el teléfono, el televisor y el
coche, como si fueran acontecimientos inevitables del progreso, como si
viviéramos una suerte de determinismo tecnológico en el que la imposición de
los intereses empresariales y la obediencia sumisa de los pueblos no jugaran
papel alguno, o, peor aún, como si el paso de la incitación consumista, más o
menos disfrazada por el envoltorio publicitario, a la colonización de lo íntimo
y a la criminalización de la privacidad no supusiera un salto cualitativo en la
estrategia de control social, comercial y político; al fin y al cabo, si ya
hemos asumido la necesidad del coche y del petróleo, ¿qué más da tragar ahora
con facebook, con whatsapp o con cualquier otra cosa que nos echen?
Las
nuevas tecnologías no son inocuas y su
pretendida utilidad no es sino expresión de la comodidad y la falta de criterio
de una sociedad servil y adocenada; son algunas de las nuevas herramientas al
servicio de la dominación y de la colonización empresarial. Podemos desviar la
mirada, pero eso no lo hará menos cierto; podemos murmurar con la boca
pequeña que las cosas son así y no hay nada que hacer, pero no nos salvará;
podemos enmarañarnos en justificaciones y en soluciones teóricas, pero eso no
va a librarnos, aquí y ahora, de
enfrentar la pregunta decisiva: ¿hemos asumido ya sin resistencia ni escrúpulo
el coste humano que genera el consumo de esta tecnología o vamos a actuar en
consecuencia y hacer los cambios necesarios para acabar —o al menos reducir al
mínimo imprescindible— nuestra complicidad? Porque la cuestión, en definitiva,
no es sólo si queremos adquirir los gadgets, sino, además, si estamos
dispuestas a asimilar el estilo de vida que nos imponen, a olvidar la sencillez
y la espontaneidad, a permitir que colonicen nuestra intimidad, a bailar al
ritmo de las empresas, a dejar que su publicidad manipule nuestros deseos, a
seguir colaborando con el genocidio y a pagar el correspondiente precio. O, por
el contrario, si vamos a aportar nuestro granito de arena en la resistencia a
la deshumanización, si vamos a reivindicarnos como seres libres y a defender
otra manera de funcionar, otro tipo de sociedad, otro mundo.
Juako y Teresa
Candeleda,
22 de
noviembre de 2013