LA GUARDERÍA
Se sentó en un banco
del parque para recomponerse. Todavía se sentía algo confusa y no acertaba a
comprender cómo era posible que todo hubiera sucedido sin poder hacer nada para
evitarlo.
La imagen de los
ojos de Clara, su nieta de un año, cansados de llorar sin tener respuesta,
ocupaba todo el espacio disponible en su mente. Aquella visión había conmovido
su ser y, como un rayo, había iluminado en su interior una comprensión hasta
entonces desconocida.
En un instante supo
lo que Clara estaba sintiendo. Abandono, incomprensión, impotencia, miedo…sensaciones todavía sin
nombre para ella. Un golpe inesperado en medio de la confianza absoluta del
hogar y los brazos amigos de mamá, papá y las personas cercanas.
El corazón se le
encogió y temblaron sus piernas. Clara estaba sufriendo profundamente; un ser al que en esos doce meses había
conocido bien. De una manera misteriosa sabía quién era; sabía que era muy sensible, que su
encantadora sonrisa proclamaba su inocencia, que su alma estaba intacta y que su
luz era demasiado hermosa para no protegerla.
Y allí estaba ella, como adulta que asentía y
aprobaba con su presencia ese cambio brutal en la vida de su nieta. Pensó que
no se lo merecía; que de alguna forma la estaba traicionando. Y sintió vergüenza
ante la mirada aterrada de la niña.
¿Cómo permitimos esto? Pensó. Y de golpe aparecieron en su mente imágenes
de niños llorando en tantas ocasiones en las que la separación de sus madres se
les hacía imposible de soportar.
Marina había trabajado como maestra de
Educación Infantil toda su vida profesional. Hacía dos años que se había
jubilado, pero seguía sintiendo en su corazón el cariño por esos pequeños seres
maravillosos que siempre había reconocido como sus maestros.
Sin embargo, nunca hasta entonces había
conectado con tanta profundidad con su sentir en ciertas circunstancias que,
por otra parte, se consideraban “normales” en los medios educativos.
El periodo de adaptación siempre es duro, ya
se sabe, pero Marina recordó que se ponía especial cuidado en hacerlo de la
manera menos traumática, cuando ella trabajaba en aquel programa de escuelas
infantiles rurales.
Entonces, las mamás que venían por primera vez
con su niña o su niño, se quedaban ayudando a hacer la decoración del espacio
mientras sus hijos, atraídos por los juguetes nuevos que les presentaba la
educadora, se olvidaban de dónde estaban y sólo de vez en cuando miraban hacia
las madres, para controlar que la suya seguía allí. Así varios días, a veces
una semana, hasta que el niño entablaba con la maestra un lazo afectivo
suficiente como para quedarse en aquel nuevo espacio sin su madre. Aún así,
había niños que lloraban cuando no veían a su mamá, pero enseguida las
educadoras les atendían con ternura e intentaban calmarles.
Ahora, al parecer, las normas habían cambiado.
El periodo de adaptación consistía en dejar al niño desde el primer momento en
el aula, un espacio desconocido, con la educadora, una persona extraña, y a su
mamá no se le permitía quedarse. El primer día y el segundo, dos horas de abandono, el tercero cuatro
horas de abandono y el cuarto día, seis horas incluida la comida.
Parece que lo que llaman “adaptación”, en
realidad significa resignación ante el abandono.
Había compartido con su hija lo que sentía;
ella, al parecer, no participaba del mismo sentimiento, o quizá no se lo podía
permitir. Después de un año dedicado a la crianza de su hija, necesitaba volver
a trabajar, tanto porque la economía familiar lo requería, como por su propia
autoestima profesional.
Marina insistió argumentando desde sus
conocimientos educativos, proponiendo diferentes opciones alternativas a
aquella, que sabía estaba haciendo daño a su nieta. Visitaron juntas otras
escuelas infantiles privadas y comprobaron que las diferencias no eran decisivas.
La abuela se ofreció para quedarse con la niña algunos días en semana, puesto
que no vivía en la misma ciudad, segura de que la otra abuela cubriría el resto
de los días. Nada, en los planes de los padres de Clara no entraba lo de
permitir que las abuelas hicieran de canguros. Tampoco les gustaba la opción
reciente de las llamadas “madres de día” porque todavía no está regulado ni
existe normativa al respecto.
La cosa se había puesto tan tensa que Marina
fue amonestada por su insistencia y le tuvieron que recordar que los que
tomaban las decisiones allí eran el padre y la madre.
¿Y la niña? ¡Cuánto se acordó Marina de aquel
abuelo de “La sonrisa etrusca” que se pasaba las noches junto a la cuna de su
nieto!
Ser abuelo o abuela es muy diferente de ser
padre o madre. Pensó Marina. Sobre todo
porque cambia la visión. En los padres se mezclan demasiados intereses,
necesidades y preocupaciones. La responsabilidad de educar bien a los hijos,
las necesidades económicas para sacarlos adelante, los valores y creencias
sobre la crianza…Pero para los abuelos y las abuelas, lo único que importa es
que el niño o la niña estén bien, que sean felices, disfrutar de ellos y de su
preciosa compañía. Nada más, nada menos.
En estas disquisiciones estaba tan enfrascada
Marina, que no se percató de que a su lado se había sentado Pilar, una amiga
del barrio.
-
¡Ay, Pilar, si no me había dado
cuenta de que estabas aquí!
Y, claro, Marina le contó su disgusto y el
dilema que tenía planteado; por una parte quería “salvar” a su nieta de aquella
experiencia tan negativa, pero por otra, no podía intervenir, ya que eran sus
padres los que decidían.
Pilar estaba en la misma tesitura; resulta que
a su hija y al compañero de ésta, se les había metido en la cabeza una tontería
de esas modernas…”colecho” creía que lo llamaban o algo así; y consistía en que
la niña, su nieta, dormía todavía en la misma cama que sus padres. ¡Fíjate, qué
barbaridad! Exclamaba Pilar horrorizada. “Y no acaba ahí la cosa, que la niña
va a cumplir dos años y todavía le está dando el pecho”.
-
Pues a mí no me parece tan mal,
Pilar, cuanto más cariño y contacto materno tengan los niños, mejor se
criarán…Comentó Marina
-
¡Anda!¡A ver si va a resultar
ahora que estamos con las hijas cambiadas!
Y así, después de una animada discusión, las
dos abuelas llegaron a la conclusión de que los extremos nunca eran deseables y
que lo único que podían hacer era seguir dando a sus nietas todo su amor y
disfrutar de ellas siempre que pudieran. Que sí, que sí, que ahora les tocaba a
sus hijas decidir de acuerdo con sus parejas. ¡Pobres! Menuda papeleta.
La tristeza de Marina se había convertido en
determinación. “Tengo otros recursos para ayudar a mi nieta”. Sí, ella sabía
que en la distancia también llega nuestra energía allí donde nuestra intención
la dirija.
Cada mañana y cada noche, Marina pensaba en
Clara; le enviaba un chorro de energía amorosa para que esas experiencias
desagradables no dejaran huella en su pequeño corazón. Y sentía un calor en su
pecho cuando acercaba mentalmente la imagen de su nieta sonriendo feliz a la
vida.
Con el tiempo las emociones fueron perdiendo
intensidad y Marina pudo por fin preguntarse: ¿Y qué tengo yo que aprender de
todo esto?
Una luz se abrió paso suavemente para
susurrarle al oído: “Nadie posee la verdad absoluta; cada persona tiene su
verdad y el aprendizaje consiste en respetar esa verdad de cada una, sin
intentar imponer la nuestra por muy evidente y maravillosa que nos parezca”.
Y así fue como la abuela Marina volvió a
disfrutar de su nieta Clara con la certeza de que el amor que recibía la niña,
sanaría las heridas causadas por aquella mala experiencia.
Ah, pero eso sí! Se aseguró de que su hija
hablara con la educadora para pedir que atendieran a Clara siempre que llorara.
No es bueno, ni es normal que los bebés
lloren y no se les atienda lo antes posible. Si eso ocurre con frecuencia o
durante un periodo largo, ocurre un fenómeno llamado “indefensión aprendida”,
muy peligroso para la vida emocional futura de esa persona.
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