Era el 22 de marzo de 2014.
Desde por la mañana se notaba movimiento en el ambiente del centro de Madrid, del Parque del Retiro y de los barrios periféricos; algo diferente a cualquier sábado; gente distinta a la de siempre, con pancartas enrolladas, banderas recogidas, mochilas, bocatas…
Habían anunciado lluvia,
pero el cielo, condescendiente con la convocatoria, decidió dar paso al sol
que, animado por lo que veía en la tierra, dejaba jugar al viento con las
nubes.
Algunas horas antes de las
cinco de la tarde, se escuchaba en la glorieta de Atocha aire de canciones
reivindicativas, creadas para la ocasión, que los cantores se sabían de
memoria.
Tertulias improvisadas en
los bancos de la Cuesta de Moyano y del Paseo del Prado, coloreaban el
escenario gris de las aceras.
Y poco a poco los grupos
de personas convocadas iban tomando posiciones en la amplia calzada del Paseo,
completando un puzle de formas alegres y voces diversas. Estaban las columnas
de la Marcha de la Dignidad, estaban las diferentes mareas que han estado
luchando por mantener los servicios sociales, estaban las plataformas que han
conseguido parar desahucios y atropellos, estaban los colectivos afectados por
la falta de humanidad del sistema…Estábamos personas anónimas, que queríamos
decir “¡basta!”a la locura que nos gobierna y expresar nuestra fuerza pacífica
como ciudadanos responsables.
Y allí aparecieron las
banderas, cada una con su diseño, cada una con sus colores, cada una con su
mensaje.
Empezamos a caminar lentamente,
mezclados con un río de tela azul largo y caudaloso.
De los megáfonos salían
canciones nuevas y también antiguas, de las que cantábamos en los años 70. Y
los carrocillas nos mirábamos asombrados de estar, cuarenta años después, en
una situación tan parecida.
Las voces avanzaban, se
mezclaban, se contagiaban, se unían: “El agua no se vende, se defiende”
“A-Anticapitalista-A”, “Los niños robados serán encontrados”, “No hay pan para
tanto chorizo”, “Sanidad pública”,” No a la reforma laboral” “Escuela pública”,
“Incompetentes…son unos incompetentes…incompetentes” a ritmo de Guantanamera.
Como en una marea de
mareas, como en un mar de olas sonoras, avanzando lentamente hacia allá donde
la vista no nos alcanzaba. Y más y más gente, uniéndose al océano. Todos a una,
con un sentimiento común. Aún no formulado.
Y las banderas, con formas
y colores diversos, parecían haber perdido su sentido. Me preguntaba… ¿De qué
color sería la bandera de la indignación? ¿Y la de haber perdido el miedo? ¿Qué
color tendría la bandera de la solidaridad entre las personas? ¿Y la bandera de
la confianza en nuestro poder? ¿Cómo pintaríamos la bandera de los sueños? ¿Y
la de la utopía? ¿Qué color imaginamos para la bandera del cambio de
conciencia?
De pronto un pensamiento
cruzó mi mente como un relámpago: “¡Para qué tantas banderas!”
En pocos segundos una
compañera que caminaba delante de mí, se volvió y me enseñó en su móvil una
imagen. Me quedé asombrada, porque aquella imagen respondía exactamente a mis
preguntas. En la imagen una multitud en silencio marchaba con una sola palabra
en sus corazones: “Dignidad”.
Sí, En estos momentos
críticos que vive el ser humano de la Tierra, ya es hora de comprender que las
banderas, los partidos, las facciones y los grupúsculos, fueron inventados para
diferenciar a unos de otros, para encontrar identidades, para hacerse fuertes
en la diferencia.
Ahora ya no necesitamos
poner el acento en lo que nos diferencia; ya sabemos que todos y cada uno de
los seres humanos somos únicos; ahora lo que necesitamos es encontrar lo que
nos une, lo que tenemos en común, lo que podemos hacer juntos para evolucionar
unidos.
Entonces, ¿para qué nos
sirven las banderas? Es hora de soltar los mástiles, que pesan demasiado; es el
momento de, seguros en la propia singularidad, dar lo mejor de nosotros mismos
para el bien común; aportar esa cualidad individual al conjunto del puzle; esa
idea creativa para solucionar problemas entre todos, esa voz única al gran coro
de los seres humanos que han tomado las riendas de su destino común y saben
compartir el camino.
Carmela González
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